miércoles, 25 de enero de 2012

CÂMARA DOS LOBOS



câmara dos lobos
madeira: 32°37'45 de latitud norte y 16°55'20 de longitud oeste


Habíamos llegado a Madeira, una de las islas del archipiélago de la Macaronesia, y la Absolution fondeaba en las inciertas aguas de la bahía de Funchal. Nos habíamos instalado en casa de un amigo del capitán llamado Rudolf Yucher, un rico y respetado comerciante de origen suizo, de quien hablaré enseguida, que tenía una bucólica granja en los alrededores de Câmara dos Lobos, puerto pesquero con dos factorías de sebo que lanzaban al cielo densas columnas de humo y llenaban sus calles de hollín y grasa. En la primera de las cenas que celebramos en la casa en franca armonía, el capitán Holiday nos ilustró con unas de sus historias de marinos errantes, manteniéndonos en vilo durante buena parte de la velada. En la mesa, Madame Yucher se sentaba al lado de sir Weber, mi madre tenía a Sean a su izquierda, y a mi otro lado se sentaba Daniel Fitzroy, cerrando el círculo el capitán Holiday y nuestro anfitrión, mister Yucher.


—Antes de su descubrimiento, estas islas habían sido para el hombre como un gigantesco fantasma protegido por las sombras y penumbras del mar del «fin del mundo», al que nadie se atrevía siquiera a acercarse. Una mole oscura llena de rumores insondables, cuyos alaridos de dolor, fruto del batir de las olas en sus acantilados de piedra volcánica llenos de galerías sibilantes, detenían el avance de cualquier osado que se hubiera atrevido a llegar hasta allí, ya fuera vikingo, romano o fenicio. Y es que durante gran parte del año, las islas de la Madera se ven envueltas por tupida bruma que impide ver más allá de las narices. Es curioso, años antes de ser siquiera vistas, siquiera pisadas, estas islas habían sido tan sólo oídas... y temidas por ello. Aún pueden leerse en algunas de sus tabernas ciertos versos grabados en escuálidos vigotes, cual oráculo que mantiene vivo el mito de los primeros europeos que la pisaron: «Vosotros no hallaréis —decían— sino unas tinieblas impenetrables, eternas y guardadas por un formidable ruido. Es ésa una tierra encantada, en donde cohabitan en pecado los obispos españoles y portugueses que huyeron de los moros. ¿No será delito la pretensión de romper el sello de un secreto divino? Extranjeros, no os acerquéis a La Madera, pues caeréis irremisiblemente en la concupiscencia de las garras del diablo». Ja, ja, ja... ¿Lo ven, lo ven ustedes? «¡En la concupiscencia de las garras del diablo!» ¡Qué trillado suena y cuán nos exalta aún el oírlo! Hay una taberna ahí, en Funchal... Los Ojos de Dios, ¿no es así, Rudolf?... Los Ojos de Dios... una taberna que tiene cubierta todas sus humeadas vigas de inscripciones parecidas, pero una de ellas... una de ellas nos habla del conspicuo Caníbal, el viejo Stein... ¿No lo conocen ustedes? El famoso, ¡eh, Rudolf! El hombre que, antes de la primera Revolución, pasó de contrabando más opio, perlas y pieles de foca que cualquiera de estos altivos marinochifles subidos ahora al vapor. Cuentan que lo encontró en cierta ocasión una goleta de recado en un islote de las Falklan. Estaba el hombre en cuclillas, completamente desnudo en uno de los pedruscos de aquel helado y ventoso archipiélago; empapado por el salitre, parecía como si estuviera rezando al Dios que allí lo había abandonado. Al embarcarlo en el falucho que acercaron al arrecife, esperó el náufrago a las primeras paladas para saltar de nuevo al agua y huir poniendo pies en polvorosa, si es que polvorosa alguna puede levantarse en una roca no más grande que esta granja. Los cogió por sorpresa, pues hasta ese momento se había mostrado absolutamente sumiso, a pesar de que no pronunció palabra alguna y de que su mirada parecía perderse en el infinito, completamente ausente, pruebas más que suficientes para sospechar de su enajenación. Fueron todos a por él de nuevo... seis marineros, seis dicen que eran. Salieron todos tras él pistola en mano, para encontrarlo al fin en una cueva de no más de cuatro metros, ahí, en cuclillas una vez más, mirándolos con el rayo en los ojos. ¿Podrán creer ustedes lo que encontraron esos marinos allí? ¡Los huesos!, los huesos pulidos y segmentados de una docena de hombres que según aquéllos habían naufragado con Stein en aquel arrecife. El pobre hombre fue llevado a Funchal como una bestia —pues, al parecer, la goleta tenía escala obligada allí—, desnudo y engrilletado hasta el cuello, porque a la mínima ocasión se lanzaba el muy loco a morder a cuanto se le ponía por delante, cual perro rabioso. La historia del oráculo de Los Ojos de Dios no da para más, pero el tabernero les contará si le preguntan que Stein el Caníbal aún anda por Funchal. Lo sacaron de la cárcel diez años después, al ver que su locura era ya inofensiva. Es ahora un pobre y escuálido viejo cuya edad nadie conoce, de honorable barba blanca y ojos como perlas negras hundidas en sus cuencas; un hombre que no ingiere ya carne alguna, y que sólo come los restos de verdura que le regalan en los mercados. Yo mismo lo vi una vez, deambulando por las calles con incierta voluntad, libres las canillas de sus piernas de trapo alguno, zigzageante el paso y errante el espíritu, lanzando imprecaciones a cuanto hombre o mujer se le ponía por delante, como si exigiera limosna en vez de solicitarla. ¡Qué triste figura, señores! Cual quijote que no ha encontrado descanso de su locura y sin sancho alguno que le recuerde quién fue ni que aún vive en el mundo de los hombres. ¡Y pueden aún verlo ustedes si se acercan a las calles que rodean la zona del mercado! ¡Si hasta dicen que se ha convertido en una especie de reclamo para distracción de los ociosos! ¡Imagínense, un monstruo... como un verdadero monstruo lo contemplan! ¡Y qué iba a hacer el hombre, si no comer lo único que tenía a mano!


—¡Capitán Holiday! —lo interrumpió mi madre, preocupada, al parecer, por la incipiente lividez de su compañera de mesa, madame de Yucher, que parecía haberse atragantado con el faisán a la miel que nos habían servido—, le ruego que deje para más tarde los detalles, estamos en plena cena y...
—Claro, claro, qué torpe soy, miss Weber, cómo no había caído yo en la cuenta...

Mister Yucher sonreía como un chiquillo, dejando que su amigo se librara como pudiera de la situación en que él mismo se había metido. Me miró divertido, y mientras Holiday seguía disculpándose, se dirigió a mí por primera vez desde que nos habían presentado.

—¿Y qué opina usted, señorita? —me dijo en español, como si me pusiera a prueba— ¿Le parecen interesantes esas sórdidas leyendas de estas islas?

Tan difícil me hubiera sido callarme entonces, como paralizar mi vida por la sola virtud de un esfuerzo de voluntad.

—¿Interesantes, dice...? Señor Yucher, cuanto sale por la boca de nuestro capitán no sólo me parece interesante, sino sumamente enriquecedor. Además, no estamos aquí en un simple viaje de recreo, y no queremos desaprovechar ni una sola parada en puerto alguno sin escuchar con atención las leyendas de cuantos sucesos increíbles cuenten sus habitantes...
—Con espíritu crítico, claro está —acotó mi hermano Sean—. Por eso nos interesa más aún la historia de ese pecio que mencionó usted, mister Yucher...
—Perdona, querido Sean, pero creo que has interrumpido a tu hermana... —objetó mi padre.
—Bueno, Sean nunca me interrumpe —dije lanzándole un guiño—, pero suele adelantarse a mis intenciones. Sólo quería añadir que la historia que cuentan ustedes no me induce siquiera a sonreír, sino más bien a llorar, o al menos a tragar con amargura la lección que esconde. Siempre hay algo de mítico, de trágico, en el sentido clásico de la palabra, en la idea de un bote a la deriva con unos hombres que han perdido toda esperanza de sobrevivir. Así lo decía siempre un anciano amigo mío. ¿Imaginan ustedes cuán difícil...? ¿O, mejor, qué fácilmente puede salir lo peor de nosotros en circunstancias tales? ¿Cuándo debieron empezar a mirarse con desconfianza aquellos hombres? ¿Alguno de los que devoró el tal Stein era o había sido su amigo? ¿Cuánto tiempo debió de pasar antes de que se plantearan comerse al primero de ellos que quizá muriera de inanición? Cuán amargo debe de ser el sabor de esa carne arrancada a la muerte en nombre de la vida... ni siquiera me atrevo a imaginarlo, pero no dudo que cualquiera de nosotros llegaría a tal extremo, y por ello no veo monstruos por lado alguno. Acaso cualquiera de nosotros puede afirmar... Dios mío, qué dura prueba la de aquel que se ve sometido a tal decisión. ¿Mataron para comer? ¿Quizás algunos de ellos se conchabaron para eliminar al más débil, al más inocente? ¿Quiénes eran aquellos hombres? Pongámosles nombres. Tal vez había entre ellos un guardiamarina de corta edad, de jugosas y delicadas carnes...
—¡Helena, por favor!

La señora de Yucher acababa de levantarse bruscamente, y mi madre, antes de salir tras ella, me lanzó una de sus acostumbradas miradas de reprobación, tan a menudo acertadas. Pero mister Yucher parecía más divertido incluso que al escuchar a su amigo Holiday.

I.M. Noviembre 2010

1 comentario:

  1. Malatesta hay una norma no escrita para estos menesteres, se llama hechar suertes i es asi como se escoje al sacrificado q servira de alimento para la supervivencia del grupo :-P
    Entrat a la taverna del puerto hi ha un mint de gent ecribint historias de mar
    Troka

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